Cómo sonaban las ciudades antes del XX y por qué ha cambiado nuestra relación con el ruido

Es un hecho que la ciudad suena diferente en cada momento histórico y la escuchamos de distinta manera, aunque las ciudades siempre han sido lugares ruidosos para las gentes de cada época. Las mediciones de decibelios, si las hubiera, han ido cambiando a lo largo del tiempo, como la naturaleza del sonido y, sobre todo, la manera en cómo los ciudadanos los hemos interpretado, en la medida que lo decodificamos histórica y culturalmente.

El recorrido que tiene la historia del sonido es aun relativamente joven. Podemos citar The tuning of the Word (1977) de Richard Murray Schafer, que acuñó el concepto de paisaje sonoro, como el principio de una sensibilidad histórica. Desde entonces, se han producido distintos textos mirados con estas gafas, sin haberse convertido aún en una de las tendencias más presentes en los índices historiográficos.

¿Cómo ha cambiado el sonido de las ciudades contemporáneas?

Mark M. Smith ejemplifica en Why Historians of the Auditory Urban Past Might Consider Getting Their Ears Wet el cambio del paisaje sonoro de las ciudades como elemento inseparable de su historicidad. Explica cómo el sonido del Támesis fue cambiando a medida que evolucionó la tecnología marítima. Cuando el vapor reemplazó a la vela, la textura auditiva del río cambió, dice. Los silbatos de vapor penetraron mucho más y más profundamente en Londres que el aleteo de las lonas y el ruido de los aparejos asociados con la navegación a vela.

Él mismo nos transmite en su obra la conveniencia de escuchar la historia sonora en relación con la historia social y del trabajo en su estudio de la temprana industrialización en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los primeros trabajadores de fábrica, en su mayoría mujeres jóvenes del campo circundante, llegaron a lugares como Lowell (Massachusetts) y se encontraron los sonidos del agua en las fábricas de algodón movidas hidraulicamente, lo que las permitió interpretar el entorno urbano en un código de sonidos naturales que ya conocían.

En las ciudades de la primera edad contemporánea aún no había aceras, el ganado paseaba y era frecuente escuchar sus sonidos; los gritos de los cerdos o los terneros al oler la sangre fresca de sus congéneres salía de los mataderos, que estaban integrados en el tejido urbano; los gallos cantaban en los corrales de las casas y las calles estaban repletas de perros o gatos.

Cuanta David Garrioch en Sounds of the city: the soundscape of early modern European towns –el artículo más citado de la veterana revista Urban History, que he usado intensivamente aquí– que el sonido de los cascos de los caballos era tan habitual que pasaba desapercibido. Sirva como ejemplo de cambio en la sensibilidad auditiva.

Y, a pesar de ello, auquellas ciudades eran menos ruidosas que las que estaban por venir. Según Bruce Smith, solo los ladridos de los perros superaban los 70 dB normalmente. Esto hacía que la presencia de la oralidad en la calle fuera más importante que en la actualidad. Las conversaciones al aire libre se escuchaban más y esto redundaba, no solo en un flujo de la información que nos es complicado de imaginar, sino en usos culturales de la palabra en el espacio público. Aún hoy, identificamos las cadencias y tonos propios del afilador, pero estas características distintivas eran múltiples y tenían especial importancia en el comercio, que también se producía al aire libre.

Además, el sonido era primordial a la hora de entender la cultura popular de la celebración y la protesta, con murgas, charivaris, insultos públicos escenificados o prácticas carnavalescas con gran peso de lo simbólico. La canción popular también estaba asociada a los ritmos del trabajo manual y artesano, que se desenvolvía en entornos más amables para la conversación que en la era posterior a la máquina de vapor.

Explica Garrioch que si un ciudadano del siglo XVI se transportara al XIX, el cambio más significativo que apreciaría sería, probablemente, el ruido del tráfico. Las calles estarían ahora pavimentadas y el tráfico habría aumentado exponencialmente, ahogando las conversaciones de la calle.

Según Peter Bauley, la distancia entre lo que la gente considera sonido y ruido cambió en las sociedades occidentales a mediados del siglo XIX con la progresiva aparición de la sociedad de masas y el temor burgués a la multitud (ruidosa). Ahondaremos en ello un poco más adelante.

Alain Corbin cuenta en su Historia del silencio que las ciudades no son hoy significativamente más ruidosas que en el siglo XIX aunque sí ha cambiado nuestra percepción del sonido/ruido. El ruido no ha aumentado demasiado por los reglamentos municipales y la represión sonora, que empiezan a fraguarse a finales del XVIII y se desarrollan durante el siglo siguiente. Para el autor, lo significativo es que se pasa de una sociedad del silencio –marcada por un sonido ambiente discontinuo– a una sociedad del ruido continuo. Este sería el cambio cualitativo más importante.

Los sonidos como agujas de un reloj

Entre 1789 y 1799 los revolucionarios franceses se lanzaron a la toma de las campanas de las iglesias. El tañir secular como afirmación de la soberanía popular es una constatación de su importancia y una respuesta a su simbología como polo de poder.

El de las campanas era el sonido más fuerte en la mayoría de las poblaciones (tanto rurales como urbanas) y constituía el ejemplo más acabado –o al menos más estudiado hasta la fecha– de código semiótico. Es decir, era un tipo de comunicación no verbal cimentada en la cotidianidad que, a la vez, ayudaba a construir relaciones entre los sujetos y sus comunidades con el territorio compartido.

Las campanas tocaban constantemente y de muy diferente manera según el momento: por ser un día festivo, por el paso de una comitiva fúnebre (o nupcial), etc. El comienzo del día y de la jornada laboral estaba marcado por las campanas y el ángelus. También el final del día y el toque de queda, muy frecuente en las ciudades de la Edad Moderna. Las campanas marcaban, pues, los momentos del día y de la comunidad, y lo mismo sucedía con otros sonidos. El paso de los mercaderes en determinados días y horas fijadas o el cese radical del sonido al llegar la noche.

Las campanas de las distintas parroquias sonaban de diferente manera, conectando barrios sensorialmente, y las más grandes –las de las catedrales o del centro de la ciudad– se oían en todos lados, conectando identitariamente también al conjunto de estos.

El sonido rápido e irregular de las campanas ponía en alerta de incendio y la interrupción de la sinfonía de sonidos asociados a la vida comunitaria hacía levantar la vista y saltar las alertas al vecindario. El repicar de las campanas y el sonido habitual construía el espacio y las relaciones sociales de sus habitantes.

Los nexos entre identidad y poder de los grupos privilegiados en relación con el sonido, que tenían tan claros los revolucionarios franceses, son claros si nos fijamos en ejemplos típicos como las procesiones o los oficios religiosos. El equivalente en las sociedades protestantes de la época podrían ser los himnos o cantos, y en las islámicas la impresionante influencia espacial de la llamada a la oración.

La manera en que el sonido está atravesado por la clase y el género es también un asunto a tener en cuenta que queda bien ejemplificado en el silencio impuesto en presencia de la autoridad (ante un tribunal, la policía, un rey o en la escuela). O, sobre todo en clases altas, en cómo al caballero le estaba socialmente permitido hablar más alto que a la dama.

Y cómo el sonido dejó de ser mapa de la ciudad

Corbin constata cómo, a partir de 1850, aumenta radicalmente la demanda de relojes. Obedeció, no tanto a un adelanto de la técnica como a una nueva dialéctica con el tiempo en relación a la racionalización de la producción. Y fueron desapareciendo los toques de queda, las verjas de las ciudades se derribaron o dejaron de cerrarse, el alumbrado público desdibujó el antaño cese radical de sonoridad urbana –contribuyó a ello la extensión de servicios municipales de recogida de basuras o limpieza–, las principales vías se fueron llenando de ruidosos locales de ocio que, poco a poco, acogieron también a las clases trabajadoras en el siglo XX… Los horarios cesaron de ser uno para casi todo el mundo y las campanas dejaron de ser útiles como marcadores temporales.

El ruido empezó a ser irritante porque se rompió la relación semiótica de la sociedad con el sonido, produciéndose en el siglo XIX un cambio en la sensibilidad sonora y la manera de percibirlo. Dejó de ser socialmente relevante y útil por el contexto histórico-social.

Ya desde hacía tiempo, las élites habían empezado a considerar el ruido una costumbre plebeya, grosera y alejada de la urbanidad que entonces nacía y se plasmaba en ordenanzas municipales mucho más detalladas que, por ejemplo, ponían coto a las murgas populares.

Estos cambios sociales en relación con el ruido tienen su correlato, incluso, en los usos sociales en relación con la música, que no trataremos aquí. El condicionante técnico: la aparición del fonógrafo, que permite un cambio de paradigma de la relación música-tiempo al poder reproducirse la música en cualquier momento, no solo en eventos colectivos, significativos y en directo.

Dicen, probablemente de manera exagerada, que un ciego se guiaba en la ciudad moderna únicamente a través de los sonidos. En un ambiente en el que el ruido del tráfico era mucho menor, escucharía el tintineo de las jarras al paso de la taberna, el claveteo de la zapatería, las conversaciones habituales de cada esquina y el badajo distintivo de las diversas campanas parroquiales. Como hemos visto, no fueron los invidentes los únicos que fueron cambiando sus códigos de orientación con el espacio y el tiempo a medida que las calles empezaron a mudar la piel de su sonar.

BIBLIOGRAFÍA:

Cárdenas-Soler, R. N., & Martínez-Chaparro, D. (2015). El paisaje sonoro, una aproximación teórica desde la semiótica. Revista de investigación, desarrollo e innovación, 5(2), 129-140.

Corbin, A. (2019). Historia del silencio: del renascimento a nuestros días. Traducción del Francés de Jordi Bayod. Barcelona: Acantilado.

Garrioch, D. (2003). Sounds of the city: the soundscape of early modern European towns. Urban History, 30(1), 5-25.

SMITH, Mark M. Why Historians of the Auditory Urban Past Might Consider Getting Their Ears Wet. 2013. En  Soundscapes of the Urban Past Staged Sound as Mediated Cultural Heritage

Tournès, L. (2004). The landscape of sound in the nineteenth and twentieth centuries. Contemporary European History, 13(4), 493-504.

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